Dibujo para colorear del cuento clásico El conde Dracula

Dibujo para colorear

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El cuento: El Conde Drácula

El conde había tenido una mala noche: sangre 0 positivo, !puaj, que asco! Pero fue lo Único que consiguio; se tuvo que tapar la nariz y sorber de un tirón del cuello de una doncella adormilada. Después se fue directo al cajón que tenia en el sótano de su castillo a dormir una siesta.

Abrió la tapa a lo bruto y se mete adentro sin sacarse la capa ni los zapatos. Cuando bebía sangre que no era de su agrado, se ponía de mal humor. Ansiaba disfrutar del delicado dulzor del grupo A, o del afrutado gustillo de los B positivo, o al menos del acido resabio que dejan los 0 negativo; pero cada vez resultaba mas difícil encontrar doncellas con los tipos de sangre que le gustaban.

Se durmió enseguida, enojado pero satisfecho.

Cuando los primeros rayos de sol atravesaron las hendijas de su sarcófago, el conde Drácula abrió los ojos y decidió que ya era hora de levantarse. Tenía mucho que hacer: en primer término, planchar la capa (ya se arrepentía de no haberla colgado en el perchero antes de acostarse); luego, cepillarse los colmillos.

(nada mas desagradable que un vampiro con mal aliento); más tarde, darles de comer a los murciélagos, y después… Bueno, en realidad, un viejo vampiro no tiene mucho que hacer durante el día dentro de su castillo, pero ya le estaban doliendo los huesos y prefería dar vueltas por ahí antes que seguir durmiendo.

Con suavidad, empujó la tapa y… ¡oh, sorpresa! ¡No se abría! Le dio con un poquitín más de fuerza, y nada: seguía’ cerrada. “Ya decía yo que tenla que ponerle un poco de aceite a las bisagras”, pensó mientras razonaba cómo abrir la condenada tapa. Usó las dos manos, los codos, los pies, las rodillas, hasta la cabeza y la tapa no se movía.

Empezó a las patadas y a los gritos, pero en el castillo no vivía nadie más que él oh y los mutómagos. Se calmó. Respiró hondo. Y otra vez empujó, pataleó, gritó y mordisqueó, pero la tapa no cedió ni un milímetro. Estaba definitivamente atascada. El conde parecía sentenciado a vivir el resto de su inmortal vida encerrado en ese cajón.

Al principio no se hizo mucho problema y se lo – tomó como si fueran unas vacaciones. Un chupasangre está obligado a salir todas las noches, correr tras las doncellas, enamorarlas y luego engañarlas para clavarles los dientes en el cuello. No es vida para cualquiera. Produce mucho estrés ser un vampiro. Pero al poco tiempo, empezó a aburrirse. Solo se oía el chirrido de algún que otro bicho devorador de madera a su alrededor. Entonces empezó a hacer un repaso de su vida.

Con ese pasatiempo tendría para entretenerse un buen rato, ya que habla vivido más de quinientos años. Pero no tardó mucho en ponerse nostálgico. Lo asaltó el remordimiento, se arrepintió de ser un vampiro, sintió asco de sus costumbres alimenticias. Sufrió por todos a los que había mordido y contagiado su mal. Cada mordiscón significó sentenciar a otra persona a ser un vampiro por el resto de la vida. Nunca le había importado, pero ahora sí. Se puso llorón y melancólico.

Vivió años, decenios lustros en un estado similar al de los murciélagos cuando invernan en la profundidad de las cuevas.

Pero un dia despertó muerto de hambre. No aguantaba más. Quería sangre de cualquier tipo y factor. Entonces, sacando fuerza de donde no la tenía, le dio un golpe a la tapa y la hizo astillas. (Claro, tras ciento cincuenta años de encierro, la humedad y las termitas debilitaron la madera. Pero él nunca lo supo: pensó que estaba más fuerte que nunca y que el descarno le había devuelto la vitalidad y, sin dudas, el apetito.)

Completamente entumecido, deambuló un rato por el castillo. Una capa de polvo de como un centímetro se habla acumulado sobre los muebles, el piso y los cuadros. Había mucho que limpiar si quena seguir viviendo allí. Se acordó de sus murciélagos. Corrió hacia la jaula para ver cómo estaban, pero solo encontró un montoncito de huesos. No importaba, vendrían otros: solo era cuestión de abrir una ventana y llamarlos.

Afuera se hacía de noche. Su estómago no paraba de hacer ruidos. Estaba famélico de sangre. No bien se escondió el sol, salió a la calle en busca de alguna doncella. Ya no le importaba que fuese linda, fea, O positivo o O negativo. Quería sangre fresca.

El conde aduvo un poco por el pueblo y dos cosas le llamaron la atención. Primero, que todo estaba cambiado: habla luz en las calles, pavimento, aparatos extraños. Y segundo, que no había un alma: las calles estaban totalmente vacias y en las casas se veían luces encendidas pero ningún morador a la vista.

Usando el truquito ese que tienen los de su especie se convirtió en vampiro (vampiro animal chiquito peludo con alas y orejas puntiagudas) y se metió volando por las chimeneas de algunas casas para cerciorarse de que no había nadie. Y así fue todo vacío desolado.

Caminó un poco más, nervioso. Doblaba en cada esquina con la esperanza de cruzarse con alguien, pero nada; el pueblo estaba deshabitado y en silencio, como su castillo. ¿Acaso se habían ido todos? O peor aún: ¿ya no quedaba nadie? “Es posible”, pensó. ¿A cuántas doncellas habla mordido en las buenas épocas? A muchas, sin duda. Y si todas ellas se habían convertido en vampiro, cada una debla haber mordido a otros cuantos y, en tantos años, en un pueblo tan chico, se debía haber acabado la sangre fresca. Ya escaseaban las doncellas en su época. “¡Oh, no! ¿A quién voy a morder ahora?”, gritó el vampiro mientras cala de rodillas, en medio de una calle cualquiera, en el laberinto de un pueblo fantasma.

De pronto, escuchó un ruido. No le pareció que fuera su estómago; esos ruidos ya los tenia bien conocidos desde hacia más de cien años. Un sonido áspero, luego un chirrido y una ovación. A lo lejos vio una luminiscencia misteriosa. Como poseído, caminó hacia allí. Su grotesco burbujeo estomacal se intensificó por la ansiedad. Tal vez ahi encontrara a alguien.

La luz lo guió por una larga avenida solitaria. El ruido crecía a medida que se acercaba: chirridos metálicos y un golpeteo apagado y continuo que dañaba los oídos y retumbaba en todo su cuerpo. ¿Qué podía estar pasando? De pronto se detuvo, atónito. Se le heló su espesa sangre de vampiro.

El pueblo entero estaba reunido en tomo a un altar iluminado. Cuatro vampiros con largas capas, cuellos almidonados y flosos colmillos lanzaban sonidos diabólicos sobre una multitud que se agitaba convulsionada.

Todos los espectadores eran vampiros! Centenares de vampiros enloquecidos en medio de una ceremonia siniestra, que se empujaban unos a otros y saltaban en el lugar. No Se había equivocado cuando pensó aquello de que algún dia la sangrefresca se acabaría. ¿Qué iba a hacer ahora?

— ¿Viste a ese tipo? —preguntó a su novio una de las chicas que, disfrazada de vampiro, bailaba como loca.

—Sí, debe ser el único al que no le gustó el recital de Los Vampiros. Qué tonto, se fue antes de que empezara.

—Eso que estaba muy bien disfrazado; parecía de verdad dijo la chica, y siguió bailando y cantando las canciones de su grupo favorito.

El pobre conde volvió a su castillo y fue hasta el jardín, donde en algún tiempo había tenido una gran piedad de plantas carnívoras, cactus y enredaderas, y vio que todo estaba seco y muerto. Metió la mano en la tierra de una maceta, la revolvió un poco y dij en voz alta: “Y bueno, habrá llegado el momes le que me haga vegetariano. ¡Qué se le va a hacer!



Moraleja:

La moraleja del cuento nos enseña que a veces, las circunstancias cambiantes nos obligan a reconsiderar nuestra visión de las cosas y que, incluso en situaciones aparentemente adversas, podemos encontrar una manera de adaptarnos y encontrar una nueva forma de vida. A veces, lo que consideramos una maldición puede convertirse en una bendición cuando cambiamos nuestra perspectiva y nos adaptamos a las nuevas circunstancias.

Datos adicionales

Autor: Hernán Galdamés
Edades: Recomendado a partir de 6 años
Valores principales: Adaptación, aceptación y reflexión
Fuente: CuentosAsombrosos